Perdido en el bosque encantado.







 
5:15 de la mañana. Se enciende el teléfono al lado de mi cara, me ilumina directamente a los ojos, y de manera gradual, empieza a sonar cada vez más fuerte. Cinco minutos más, pienso, me giro y vuelvo a acurrucarme dentro de las sábanas. 5:20, esta vez, aun a regañadientes, empiezo a hacer círculos con el pie buscando la zapatilla debajo de la cama. Por fin le hecho coraje y me levanto. Joder que sueño. Me dirijo al lavabo. Mismo ritual de todas las mañanas, y sin saber muy bien como, he llegado a la cocina y me estoy comiendo un yogurth. Nunca me entra nada más cuando madrugo, un vaso de agua y el yogurth.

5:55, me pongo las zapatillas, recojo el trípode, la mochila con el armamento fotográfico, los bocatas y salgo por la puerta. Abajo me esperan amigos que han madrugado un poco más que yo. Nos saludamos y caminamos en la oscuridad de la noche. Hace buena temperatura, pienso. Un poco de viento, pero nada preocupante. Llegamos a nuestro punto de encuentro, y nos juntamos con el resto de compañeros de armas. Aun con los ojos pegados, ya voy siendo capaz de pronunciar palabras, y hasta frases completas con algún sentido.

6:10, llega el autobús desde Tarragona. Nos subimos, damos los buenos días y el chofer pone rumbo a Reus. Llegamos a eso de las 6:25, recogemos al resto de la tribu, y una vez pasado lista como en el cole, ponemos rumbo a nuestro destino final, la Fageda d´en Jordà, en la comarca de La Garrotxa, y muy ceca de la localidad de Olot. Un hayedo natural enclavado en una tierra de fuego, si, de fuego, porque La Garrotxa es tierra de volcanes, y para haceros una idea, solo dentro de la ciudad de Olot, podéis contar hasta cinco de estas maravillas geológicas. Así que bosque otoñal y volcanes durmiendo, con estas credenciales se presentaba la salida de La Asociación Tárraco Fotografía. 
Al poco rato, empieza a animarse el patio, y como no voy a ser menos, me traslado al fondo Sur para poner orden, bueno, o más bien a ayudar a elevar el espíritu de compañerismo. Dicho de otra manera, me voy a divertir durante el viaje de ida. Poco a poco nos va desapareciendo el sueño. Bueno para nosotros, malo para el resto, que comprueban que el fondo Sur la tiene liada atrás, otra vez... Que se le va a hacer, a veces parece que hayamos comido lengua...

9:45, se abren las puertas del autobús, y 38 fotógrafos salen disparados en dirección a uno de los bosques Otoñales más bellos de Cataluña y España. Os podéis imaginar la escena sin mucha dificultad. Los trípodes a la espalda o encima del hombro, a modo de fusiles de asalto, y las mochilas como si de comandos de las fuerzas especiales se tratara. La Fageda nos hipnotiza con sus sonidos, del viento, del rumor de las aves, y como si del canto de una sirena se tratara, nos hace entrar en el, y nos perdimos irremediablemente entre sus raíces. Al poco de adentrarnos, ya éramos parte de el. Nos encontrábamos perdidos, en un mar de hojas muertas en la tierra. Camuflados, detrás de colores imposibles de describir. Ocres, amarillos, rojos y verdes, nos dejaban sin palabras, salvo la típica ovación en forma de un Oooooooh, que se escapaba de vez en cuando.

Sigo caminando, de forma pausada, queriendo recoger todos los aromas y sonidos que el bosque me pueda regalar. Veo alguna escena que me atrae, así que extiendo las patas del trípode, saco la cámara y pruebo un encuadre. No está mal, analizo, pero me falta algo, y en ese momento justo, una luz me da de lleno en la cara, alzo la vista y ahí está, esto es lo que me faltaba. Así que vuelvo a recomponer, y espero esa luz. Esta vez con mayor suerte, porque la estaba esperando. Cierro diafragma, un f11 o así, para intentar dibujar una estrella lo más nítida posible, pulso el disparador, y el obturador de la 7d hace su trabajo, miro el resultado en la pantalla, y me gusta lo que veo. No es mala manera de comenzar la jornada, recojo el trípode, y sigo caminando.


© Miguel A. Salor


Continuo con mi paseo. Un poco más adelante, casi doy con mi nariz en el suelo. Me he tropezado con algo, me giro, y unas raíces vigorosas se han adueñado del suelo donde ahora piso. No me extraña que tuvieran esa forma tan peculiar de llamar mi atención. Si no es por su aviso, casi me las paso... y seguro lo hubiera lamentado profundamente. Vuelvo a colocar el trípode mientras sonrío a medias, pensando, gracias por llamar mi atención, pero podríais haber sido un poco menos contundentes, digo yo!!


© Miguel A. Salor


© Miguel A. Salor


Me despido, no sin antes hacer una reverencia por haberme perdonado el golpe, que sin duda habría acabado con toda la gracia del día. Sigo andando, esta vez fijándome un poco más donde pongo mis pies, no vaya a ser..., y entonces, reparo en el pie de una haya, nada anormal ni fuera de lo común, si no fuera por como la luz y las sombras dibujaban una diagonal interesante, así que para hacerla más aun, decido cambiar al 50mm y abrir diafragma para buscar un desenfoque del fondo.


© Miguel A. Salor


De repente unos gritos me devuelven al mundo de los humanos. Son otros visitantes del Parque, que como otros tantos, pasean por este entorno mágico, con sus familias, amigos, mientras hacen fotos, juegan con las hojas, y como en el caso de los más pequeños, descubren el bosque por primera vez.
Son estos pequeños, los que más gracia me hacía seguirles con la mirada, para ver que hacían, pues se nota en su mirada que lo que ven por primera vez, les atrapa y les fascina, sus ojos, más abiertos de lo normal, parecen querer retener toda esta maravilla natural,  sin duda, la deben disfrutar aun mucho más que yo, por aquello de que aun no han crecido y no han visto la parte más oscura del mundo que nos rodea...


© Miguel A. Salor


© Miguel A. Salor


Iba completando mi vuelta al recorrido establecido, cuando comencé a sentirme un poco mareado, aturdido, y las piernas notaba que me flojeaban. No sabía que me pasaba, ni porque, solo se, que empezaba a ver alucinaciones. El bosque se contraia y se expandía, se estrechaba y se alargaba a la vez, y no hacía más que escuchar unas risitas muy agudas, a un nivel muy bajo. Yo, que normalmente soy bastante reacio en creer historias de fantasía en los bosques, empecé pensando que algo me había sentado mal del desayuno, pues aquello no era normal...


© Miguel A. Salor


Caí al suelo, y cuando recobré el reconocimiento, os juro que me llevé la sorpresa de mi vida. Delante mío, había dos duendecillos a los pies de un Faig mirándome con una cara de no saber bien que hacer, si salir corriendo, o ver como reaccionaba yo. Al principio pensé, ya está, conmoción cerebral del ostión que me he pegado, otra vez las dichosas raíces de antes que me la han vuelto a jugar. Pero una vez comprobado que por mucho que me pellizcara, no despertaba de ningún sueño, me convencí de que lo que estaba viendo era real, y que las historias que nos cuentan de niños, pues no estaban tan equivocadas como creía al hacerme mayor. Eso si, deberían ser muy listos, porque menudo cabezón tenían, y deberían ser de descendencia alemana, por aquello de la forma de la cabeza...


© Miguel A. Salor

© Miguel A. Salor


Pasado el susto, y una vez que decidieron salir pitando de allí, me levanté, me quité el barro de la ropa, y seguí por mi camino, como si nada hubiera pasado, y sobretodo sin contárselo a nadie. No me imagino las caras de mis compañeros, al decirles lo que me había sucedido momentos antes, pues lo más lógico que hubieran pensado,  es que me había puesto hasta arriba de alguna de estas...


© Miguel A. Salor


Así que como si tal cosa, seguí mi paseo por el bosque, con las manos en los bolsillos y silbando una alegre canción. lo ocurrido sería para mi, y lo vivido, una bonita historia que contar a quien la quiera leer.

Saludos,
MA

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